Una noche en Valheim: así fue como surqué los mares, acabé con el Dios del bosque y maté a un orco gigante tirándole un árbol encima

Una noche en Valheim: así fue como surqué los mares, acabé con el Dios del bosque y maté a un orco gigante tirándole un árbol encima

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Es jueves por la noche en una época en la que la gracieta del juernes ya no tiene ningún sentido. Podría ser cualquier otra noche de un día cualquiera, pero hoy es una de esas noches que voy a recordar, para bien o para mal, durante una buena temporada. Hoy me embarco hacia Valheim.

La recordaré no sólo porque Valheim es una de esas brillantes promesas que se salen de lo común y que, como Minecraft lo fue en su día, bien podría ser algo mucho más grande y reconocido dentro de unos años. Mi aventura de la última noche bien lo atestigua.

Sobredosis vikinga

A Valheim llego para comprobar a qué viene tanto revuelo, pero también porque es completamente lo mío. Pese a la sobredosis de vikingos que me pegué con Assassin’s Creed Valhalla, este pequeño indie tiene bastante más de todo lo que me gusta.

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Sí, hay hachas y exploración por un tubo, pero también crafteo, granjas de animales, construcción sin límites y una buena ración de bichos fantásticos.

Llego, eso sí, con la mosca detrás de la oreja. Lo visto hasta el momento no parece dar la sensación de ofrecer un juego muy pulido en lo visual, se trata de un acceso anticipado cuyos límites y ambición desconozco y, como suele ser habitual en un survival, es un género cuyos juegos acabas amando u odiando por culpa de tres o cuatro parámetros.

En mi caso busco libertad, variedad y un constante flujo de novedades que me mantenga enganchado a su loop y progreso. Y no, tal y como podía entrever por el tráiler, los primeros minutos en el juego no parecen entregarme nada de eso.

Tras crear un personaje y un servidor en el que se plantará la semilla que da forma a tu mundo de forma procedural, te lanzas a explorarlo en solitario o acompañado de un puñado de amigos. Un poco de introducción de la mano de un cuervo que te guía en los primeros pasos y a sobrevivir en tu nuevo hogar virtual.

Un inicio descafeinado

Cualquiera que se haya acercado a este género sabe en qué consisten esos primeros pasos. Rompe un arbusto a puñetazos, consigue sus ramas, pilla un puñado de piedras y móntate un hacha.

A partir de ese punto lo normal sería decir “pégale leñazos a un árbol hasta que consigas su madera”, pero en Valheim eso no funciona exactamente así y, de hecho, esa mecánica ha sido parte de la experiencia que vendrá a continuación.

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La cuestión es que los árboles cuentan con sus propias físicas una vez cortados y, si por casualidad el tronco cae hacia donde estás tú -o genera un efecto en cadena que acaba tirando dos o tres árboles más a base de golpearlos con su caída- , lo más probable es que te mate.

Pese a ser la típica gracieta que parece puesta a cosa hecha para ganarse el favor de las risas y hacerse un hueco en Youtube, Twitch o los gifs y memes de Reddit (ojo a posibles spoilers), en realidad es una muestra de hasta qué punto llega la enfermiza atención por los detalles de Valheim.

Desde luego no es algo que estés acostumbrado a ver en juegos de presupuesto limitado, y menos aún en uno en acceso anticipado. Tampoco algo que, en ese momento, pudiese alcanzar a ver como algo más allá de un chiste recurrente dentro del propio juego.

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El día a día del fan del survival

Los primeros compases me resultaban lentos. No parecía crecer al ritmo que suele gustarme y parecía atascado en un círculo vicioso en el que recoger madera, rebuscar piedras y perseguir jabalíes, eran mis únicas opciones.

Viendo que por mi cuenta lo único que me queda es ponerme a construir, decido hacer caso al cuervo e ir en busca de mi primer jefe. Un dios del bosque que sólo podré despertar si entrego dos cabezas de ciervo a modo de sacrificio. Toca ir a cazar otra vez, pero esta vez tendrán que ser ciervos y con un arco en vez de a hachazo limpio.

Tiro adelante con ello deseando que los ciervos que caen dejen caer el trofeo que necesito y, mientras lo hago, empiezo a pensar que tal vez la clave está en estar jugándolo solo en vez de en compañía. Que esto con amigos igual gana algo más de chicha y se hace menos cuesta arriba. Pero justo cuando estoy pensando en eso, se inicia la cuesta abajo.

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Buscando ciervos acabo de adentrarme en una zona llamada el bosque negro y, para mi sorpresa, los enemigos que pululan por allí -casi idénticos a los que ya me he cruzado y despachado sin mayores problemas- son bastante más duros.

Empiezan a atacarme y a dañarme de forma notable, así que echo a correr en la dirección opuesta confiando en que no me maten. Y de pronto, el orco.

Valheim y orco, dos cosas que van de la mano

Lo que debía ser un agradable paseo por el bosque aniquilando a ciervos desde lejos con una parábola de lanzamiento que empiezo a tener controlada, de repente me planta frente a una bestia de tres pisos de alto con una maza descomunal.

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Esquivo el primer golpe y doy media vuelta, pero entonces me topo con los bichos de los que había estado escapando y, entre la espada y la pared, el orco hace descender su mazo y me revienta de un golpe. ¿Qué narices acaba de pasar? ¡Maldito juego de las narices!

Reaparezco en mi cama. Desnudo y sin mis cosas. Toca volver hasta el punto en el que caí para, aprovechando el sistema de sigilo que había obviado hasta el momento y evitando ser visto, recogerlo todo y ponerme manos a la obra. Debo matar al jefe, crear una armadura en condiciones y destrozar a ese orco. Me da igual el juego, ahora es personal.

Finalmente resulta que todo lo que necesitaba era un objetivo y, sin prácticamente haberme dado cuenta, ya estoy dentro del ciclo infinito que propone Valheim. Consigo el trofeo que me falta, realizo el sacrificio, acabo con la deidad con forma de ciervo gigante que lanza rayos y, ahora sí, tengo lo necesario para ir a por el maldito orco.

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A los pies de Valheim

Pero como ya he dicho, ya estoy en el endiablado ciclo de Valheim. Ese que, pese a tenerte atrapado con un objetivo más o menos claro, empieza a soltarte nuevas posibilidades a la cara para que dejes lo que estás haciendo y te líes con otro tema.

Y de ir en busca del orco paso al “voy a aplanar este terreno para hacerme una segunda casa cerca del bosque y poder explorar”, de ahí al “anda, pero si puedo hacerme una balsa”, desde eso salto al “para crear una balsa lo mejor es tener un embarcadero en una zona donde se pueda otear una nueva isla en el horizonte”, luego sigo con un “¡eh, que hay esqueletos!” y continúo con un “ah, que necesito tener el viento a favor para poder viajar en barco” para cerrar con "¿Puedo pescar? ¡Puedo pescar!"...

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Poco a poco Valheim empieza a echarme a la cara todas las genialidades que había estado escondiendo hasta el momento. Desde el humo de una hoguera interior que se queda acumulado en el techo y me obliga a crear una chimenea para poder continuar, hasta el cruce de jabalíes para no tener que perseguirlos y hacerme con sus pieles.

Varias horas después estoy ataviado con casco, lanza y hasta flechas de fuego con las que dar caza al orco, pero… ¿No sería genial poder tirarle un montón de troncos encima aprovechando esta pendiente plagada de árboles?

Y justo ahí, viendo cómo el maldito gigante azul se acercaba mientras yo talaba el último árbol que iniciaría el efecto en cadena, entendí por qué Valheim lleva más de un millón de copias vendidas en Steam -y por qué voy a recordar esta noche cada que vez que inicie el PC y el juego de Coffee Stain Studios empiece a hacerme ojitos-.

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